Cuento de príncipes y princesas.
Era un día soleado en Happylandia, la ciudad de la felicidad. Cuya reina era Teresa y el rey era Alfonso, los actuales padres de la princesa Cristina. Ella vivía en una torre, con el sustento de sus padres pasaba los días, iba a la escuela real de nuevos líderes, dónde le enseñarían a ocupar su cargo. Y en la parte sur, estaban los caballeros reales, que aprendían a luchar, para dar la vida por sus superiores.
Un día de colegio, los profesores decidieron que tendrían que ir a la clase de los caballeros reales, y allí se asignaría uno a cada princesa y príncipe. A la humilde princesa le asignaron el más apuesto de los caballeros, su nombre era Sergio.
La clase se basó en defensas, y conocerse unos a otros. Después de la clase, Sergio le invitó a la princesa a un batido de moras. Y poco a poco fueron conociéndose, y a parte de la parte profesional, se hicieron buenos amigos, y con el tiempo, inseparables.
Hasta que un día conocieron a una chica, a la que a Cristina no le calló muy en gracia, era soberbia, estirada, fría, y malvada. No sabía las intenciones que tenía con ella, pero creía saber que no eran buenas. A diferencia de su caballero real, que particularmente se empezó a llevar muy bien con aquella chica, de nombre Bárbara.
Con el paso de los días, se fue incorporando a su vida diaria, y se fue haciendo muy amiga del apuesto caballero, pero a Cristina le daba mala espina, sabía que debajo de tanta dulzura hacia aquel caballero había malas intenciones. Por ello, empezó a darse cuenta de que lo que realmente estaba sintiendo eran celos, porque veía a Sergio y Bárbara muy acaramelados.
Un día de sol, Sergio y Bárbara decidieron ir al bosque a dar una vuelta. Y la dulce princesalos vio cuchicheándose cosas al oído, riendo, comiendo y demasiado felices para su gusto.
Hasta que la princesita decidió hablar con Sergio, durante un picnik a la puesta del atardecer. Le dijo que sentía un poco de celos porque ya no le hacía tanto caso como antes, pero decidió no contarle toda la verdad. No llegó a contarle lo que sentía por él.
Él mostró una hermosa sonrisa torcida, y la miraba con dulzura, le explicó que Bárbara era su prima, que venía de maldalandia y que no podía tener nada con ella, porque era de su misma sangre. Y al reconocer los celos de la princesa, le dijo que la única mujer que le importaba en el mundo era ella, que no existía mujer más hermosa sobre la faz de la tierra, que ella era mejor que un atardecer, o un alba, e incluso el mejor diamante que existía, ella era sobrenaturalmente hermosa, le hacía soñar, ser feliz, reír. Y que jamás podría existir otra mujer en el mundo a la que amase más que a ella.
La princesita, al oír aquellas palabras se quedó sin habla, y para lo único que abrió la boca fue para decirle, que antes de nada le prometiese algo. Y el caballero, sorprendido, quiso saber qué era. Y ella le dijo: -Por favor, nunca dejes que nada ni nadie nos separe, quiero un para siempre y un fueron felices y comieron perdices. Y él contestó con una hermosa sonrisa: -Te lo prometo, te defenderé de cualquier adversidad que se cruce por tu camino, nadie ni nada nos separará y desde ahora y para siempre seremos felices.
Se fundieron en un hermoso beso, y como prometió el caballero, que después se convirtió en príncipe, fueron felices y comieron perdices.
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